sábado, 8 de mayo de 2010

Ajedrez

Y, contra todo pronóstico, ocurrió. Ya en su momento había tenido ciertas dudas sobre la calidad de la mercancía, pero la ilusión que le causaba embarcarse en su nuevo proyecto le apresuró demasiado a la hora de decidirse. Se había dejado guiar por su entusiasmo, como si la pasión fuera el seguro de vida de las elecciones. En fin, ahora debía encontrar una solución, no estaba dispuesto a cerrar la fábrica.

Todavía recordaba la agilidad con que sus manos curtidas tallaban las piezas, la atención que ponía en cada una de ellas para dejar impreso su carácter único. La ligereza del caballo, la agresividad del peón, la evanescencia del rey… nunca eran iguales. Cada tablero era un nuevo campo de batalla. La única constante era el jugador. Él era quien gobernaba el destino de su creación. Pero un fatídico día la pereza y la avaricia se aliaron y decidió fabricar en serie.

Las piezas se sucedían tan rápidamente que la materia prima estuvo a punto de agotarse. Así que, para poder seguir produciendo, decidió mezclarla con otra al 50%, con lo que el ritmo de gasto se reduciría a la mitad. Tan sólo encontró un proveedor que suministrara una materia similar. La diferencia era vital: la nueva mercancía, al contrario de la que acostumbraba a dominar, estaba dotada de cierta autonomía. De modo que el producto final poseería dos caras contradictorias y el tablero, dos enfrentamientos paralelos. Lejos de preocuparle, se le antojó divertido.

Existía la posibilidad de que el rostro despierto venciera en una pieza. La adquisición de una total independencia permite ignorar las órdenes del jugador. No obstante, razonó, la libertad en el tablero no es rentable. En medio de una guerra, para vivir se debe obedecer, seguir las normas que aseguran la victoria. Y una pieza nunca se plantea qué utilidad tiene ganar, en pleno combate siempre la domina el instinto de supervivencia. Es absurdo pensar en el suicidio de un peón.

Y, contra todo pronóstico, ocurrió. A punto de llegar a un cambio de pieza, el peón se negó a moverse y una encarnizada reina no dudó en comérselo. La partida siguió con fingida normalidad, pero las piezas intercambiaban calladas miradas de incomprensión. Finalmente, la pregunta del alfil rasgó el silencio: “¿Por qué, teniendo asegurada su continuidad mediante la metamorfosis, ha decidido morir?”. “¡Cobardía!”, sentenció la reina. Le temblaba el pulso. “Creo” expuso con tranquilidad el caballo “que no le encontraba sentido a lo que hacía, se sentía vacío. Lo único que le quedaba era él mismo. Y estaba a punto de perderse.”

Ante la terrible perspectiva del caos en su tablero, el jugador actuó rápidamente. Paralizó toda la producción de la fábrica: debía resolver el problema de raíz. Tras varios cálculos y cavilaciones, añadió una nueva sustancia a la mezcla que conseguiría que las nuevas piezas sospecharan en su vida la existencia de un sentido.

Funcionó bien, al menos al principio. Después de un tiempo, un rey se dejó morir, no sin antes pronunciar estar palabras: “Veros morir mientras huyo en soledad es el precio que tengo que pagar por el éxito. Si ese es el sentido de mi vida, ya no la quiero.”

La fábrica se detuvo el tiempo justo para añadir otro elemento a la fórmula. Las piezas de la nueva serie no sólo creían que su vida pudiera tener sentido, sino que lo “sabían”. Como al jugador no se le ocurrió ninguno que pudieran aceptar todas ellas (se estaba percatando de lo caprichosas que podían llegar a ser) decidió que no lo conocerían hasta el momento de su muerte y con la condición de retrasar ésta lo máximo posible comportándose correctamente en vida. Sólo entonces, una vez cumplidos todos sus deberes, obtendrían la recompensa final. “Sabían” que si actuaban por cuenta propia no harían más que perder tiempo y premio. El jugador sonrió satisfecho mientras contemplaba su Creación.

Lía



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