jueves, 6 de mayo de 2010

¿Y por qué?

“¿Y por qué?”. A punto de perder una discusión en la que está en juego una cena, utilizo mi comodín preferido. El sonoro suspiro de mi (se lo está replanteando) amigo y lo desesperado de su mirada celeste (en ciertas ocasiones su condición de ateo peligra) me indican que falta menos para saborear la victoria. Pero al tiempo que mi cartera se relaja mi frente se arruga. Aunque me pese, no gano por tener razón, discutíamos sobre algo de biología de lo que no tengo ni idea, sino porque nadie la tiene. En este caso, basta con esperar una evolución en los cachivaches de los científicos que permita un mayor estudio del tema o empezar un proyecto de investigación, lo que supone un montón de gente con sus ilusiones y expectativas comunes, compañerismo, competitividad, sueldo fijo… En definitiva, gente ocupada y feliz. Pero en temas menos sofisticados, más del día a día y, por ello, más inmediatamente importantes, no hay solución válida ni errónea, simplemente nadie tiene razón. Y qué, ¿está mal? No, no es eso lo que me preocupa, a fin de cuentas puede que sea un alivio saber que hay cosas que no son seguro, sino tal vez, que somos libres y demás. Lo que me inquieta es que sea tan habitual y rápido convencerse los unos a los otros. Y engañarse. Nos encontramos, por ejemplo, ante el frecuente binomio listillo- asustadizo, cuya elevación de barbilla es inversamente proporcional al número de amigos, y le hablamos de “Harry Kembel, inventor del paraguas”. Ante la presión de los ¿no lo conoces?, ¿cómo no vas a saberlo?, ¿de verdad?, ¡no puedo creerlo! combinados con miradas de desconfianza hacia su sabiduría impoluta, es bastante probable que acabemos sacándole un “ah, ya me acuerdo” o “es verdad, lo leí hace tiempo”. Efectivamente, la entrada “Harry Kembel” no aparece en Google.
Peor aún es cuando el culpable no es el orgullo sino el cansancio y la pereza. Entonces nos acomodamos a que sea el resto quien invente por nosotros. Nos aburre defender nuestros argumentos, bostezamos ante el desarrollo de los ajenos y, para evitarnos molestias, abanderamos la pasividad. A veces, esta pasividad interior hace que se intenten imponer las ideas supuestamente propias e inamovibles al resto, por eso de que le dejen a una tranquila. Suele manifestarse en imperativos negativos, que por lo general son contraproducentes, ya que hacen que los receptores nos reafirmemos en nuestra teoría e impulsemos aun más nuestra iniciativa. Y es que, como me confió una pared de Logroño, los que aseguran que es imposible no deberían interrumpir a los que estamos intentándolo.

Lía


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