miércoles, 5 de mayo de 2010

Yo secuestré al novio de Falete

Domingo, 13 p.m. Tras el apoyo incondicional de las tostadas y el café, un lánguido bostezo me guía a mi habitación. Aparto los tacones y el rimel lloroso. Dejo que el portátil se desperece conmigo. Busco mi cámara en el mercado persa que se extiende por armario-suelo-silla-cama. La SD cuchichea en píxeles con el ordenador, cotillean sobre el sábado. Subo al Facebook fotos con muchos “xD” y “joe, tía” y “vaya LOL” y “jajaja”. Me río, creo, y el ratón me guía a la aplicación del Farmville, mi granja virtual. Hago varias veces clic en “harvest”, “plow” y “seed”. He plantado “blueberries”, así que en cuatro horas tengo que volver a recolectar. Entro en la pestaña de inicio, donde aparecen las novedades de mis amigos, y veo que uno se ha hecho admirador del grupo “Ayudemos a Haití desde España”. Por un momento me siento rara. Mal por el recuerdo de la catástrofe de lejos cercana y bien por lo que parece ser el forjamiento de una conexión entre todos, la injusticia parece despertar esa conciencia solidaria que nos une impulsándonos a reaccionar, a vivir. Soy consciente de la inutilidad del grupo, de poco o nada sirve ingresar un euro a una cuenta sospechosamente no identificada que se publicita en una red social no precisamente seria, pero que 127 usuarios hayan invertido unos segundos en unirse parece un dato esperanzador. Me imagino acompañada de mi amigo, de mil desconocidos, en unas interminables colas de voluntarios; impulsando aviones repletos de manos que acuden a otras manos; desenterrando voces; reinventado casas, padres, un parque; ordenando neveras con comida del cielo; sustituyendo un “¿y ahora qué?” por “ya mejora”; más aviones… y, de repente, me estrello. Mi amigo acaba de hacerse admirador del grupo “Yo secuestré al novio de Falete”.

Me encojo de hombros y sigo navegando, al fin y al cabo no hay que dejar que el nivel de hipocresía decaiga, mientras pienso vagamente en lo que no hago. Un grupo de Facebook me ayuda a concretar: “Yo también quiero viajar por el mundo”. Entonces mi mente vuelve a perderse en imágenes, esta vez con escenario en África. Juego con unos niños en un patio arenoso. Entre empujones y risas, uno de ellos se cae y se hace un rasguño. Con el agua de la fuente y un tono medio reprobatorio, le lavo la herida. Rápido, que ya es la hora. Nos encontramos con la puerta del aula cerrada. Qué extraño. Busco en mi bolso la llave, todos los profesores tienen una. Al girarla, se rompe. Abrazo al pequeño sin saber cómo mentirle que no hay nada que temer, que todo va a ir bien. Me encuentro con una mirada ahogada en cansancio. De pronto, sonríe torpemente y se separa de mí. “No te preocupes”, se despide. Intento llamarle, pero sólo tecleo. Anular “x”, corazón “D”.


Lía

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