viernes, 7 de mayo de 2010

Gestos

“Tengo que confesarte algo. Ayer le di un euro a un hombre que pedía.” Miro fijamente a mi amigo para observar su reacción, aunque realmente la que me preocupa es la mía.

Hace un par de días, estaba con ese mismo amigo en unos bancos. Discutíamos sobre temas trascendentales, concretamente sobre la Game Boy SP, que yo declaraba inexistente con el claro propósito de provocar una apuesta que ya sabía ganada (obviamente no existe ninguna consola con ese nombre, sino que es Game Boy Advance SP). Tanto exageré en mis intentos de agitar su orgullo que acabó por ofenderse. Se levantó, se sentó solo en el banco de enfrente y procedió a su performance-vacile del día: con las piernas cruzadas y el rostro perdido y serio, colocó un puño sobre la sien. Sólo eso. No hizo falta esperar mucho. Toda persona, fuera mileurista o desafortunada, con clase o clasista, guapa o fea, que pasara a su lado le miraba entre extrañada y atemorizada. Vuelto el brazo a su posición habitual, vuelta la tranquilidad de los transeúntes. No querían enterarse de que mi amigo, terrorista o no, seguía siendo el mismo. Lo importante es guardar las formas y actuar según el convenio. Si es que no hay nada más lamentablemente habitual que la hipocresía de la gente, pensábamos. Salvo la propia.

Al día siguiente, mientras planeaba con una amiga infinitos viajes de ayuda, cambios e innovaciones con repercusión mundial, un hombre nos devolvió a la calle Uría. Según él, acaba de salir de comisaría, donde había recibido la mínima colaboración de los agentes, y necesitaba un poco de dinero para coger un bus a Gijón. Hasta ahí todo bien, era más que evidente la mentira. Una leve negación con la cabeza o la total indiferencia hubieran servido para seguir adelante con nuestros volátiles proyectos. Pero había algo en su mirada, en la cansada elaboración de su historieta infinita o tal vez en los charcos al pie de las tiendas, algo sucio y gastado quizás, que movió mi mano a rescatar una moneda solitaria en mi cartera para que acompañara a las de aquel hombre. Y así, como quien ve pasar escenas de su vida en el momento final, a mí se me sucedieron imágenes de gentes de bien, de posibles y horribles futuros a evitar: señoronas que compran porteros por un euro a la salida del súper, conductores que en los semáforos dejan ensuciar su parabrisas para limpiar su conciencia, padres que dan lecciones de caridad a sus hijos pagándole los vinos al mendigo…

La reacción de mi amigo no es la que esperaba. Le resta importancia al asunto, tildándome de exagerada, y cierra el tema con un “hay veces que no se puede evitar sentir pena.” Aburrida y cansada, como mi pobre, no insisto más. Sí, puede que sea cierto y haya gente que en determinados momentos nos dé pena. Quizás aquellos de quien menos sospechamos.


Lía

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