Hace un par de días, estaba con ese mismo amigo en unos bancos. Discutíamos sobre temas trascendentales, concretamente sobre
Al día siguiente, mientras planeaba con una amiga infinitos viajes de ayuda, cambios e innovaciones con repercusión mundial, un hombre nos devolvió a la calle Uría. Según él, acaba de salir de comisaría, donde había recibido la mínima colaboración de los agentes, y necesitaba un poco de dinero para coger un bus a Gijón. Hasta ahí todo bien, era más que evidente la mentira. Una leve negación con la cabeza o la total indiferencia hubieran servido para seguir adelante con nuestros volátiles proyectos. Pero había algo en su mirada, en la cansada elaboración de su historieta infinita o tal vez en los charcos al pie de las tiendas, algo sucio y gastado quizás, que movió mi mano a rescatar una moneda solitaria en mi cartera para que acompañara a las de aquel hombre. Y así, como quien ve pasar escenas de su vida en el momento final, a mí se me sucedieron imágenes de gentes de bien, de posibles y horribles futuros a evitar: señoronas que compran porteros por un euro a la salida del súper, conductores que en los semáforos dejan ensuciar su parabrisas para limpiar su conciencia, padres que dan lecciones de caridad a sus hijos pagándole los vinos al mendigo…
La reacción de mi amigo no es la que esperaba. Le resta importancia al asunto, tildándome de exagerada, y cierra el tema con un “hay veces que no se puede evitar sentir pena.” Aburrida y cansada, como mi pobre, no insisto más. Sí, puede que sea cierto y haya gente que en determinados momentos nos dé pena. Quizás aquellos de quien menos sospechamos.
Lía
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